Tenía 19 años.
Después de 4 años entrenando al límite en el CAR de Sant Cugat, no me renovaron la beca (fue posterior a la crisis económica del 2008). Entonces, decidí dejar el atletismo de alto nivel porque al estudiar y trabajar, no tenía tiempo para entrenar 6 días a la semana.
A modo de diversión, me apunté a jugar a fútbol para retomar una de mis pasiones. Ese año, hice la prueba en un curso de arbitraje (realmente pensaba que conocer las reglas de juego me serviría para mejorar como jugadora). Y por muy sorprendente que os pueda parecer, encontré una nueva carrera deportiva donde podía aplicar todos los conocimientos que había aprendido.
¡Una nueva motivación! Era tan fuerte la motivación que sentía, que no me importaba combinar los estudios, el trabajo y el arbitraje sin tener apenas tiempo para descansar. Pero aún no me había convertido en árbitra.
Fue un año más tarde cuando tuve que escoger entre la licencia de jugadora y la de árbitra. Y os resultará gracioso, pero hice una lista de pros y contras.
¡Sorprendentemente ganó el arbitraje! Durante ese primer año como árbitra pude descubrir que aún habiendo sido deportista de alto rendimiento, tenía muchas carencias en cuanto a desarrollo personal. No quiero decir que como jugadora no hubiera aprendido, no me malinterpretéis. El deporte te aporta muchos valores y la convivencia con otros deportistas te hace mejor persona. Pero descubrí que los árbitros, además de desarrollar todo lo que tiene cualquier deportista: esfuerzo, respeto, autocontrol, autodisciplina, compromiso, superación... También necesitaba desarrollar las siguientes habilidades para sobrevivir en el campo: fortaleza mental, valentía, autoconfianza, desarrollo de habilidades comunicativas, trabajo bajo presión, liderazgo...
Decidir ser árbitra, supuso sacarme voluntariamente de mi zona de confort y aceptar un reto muy difícil que actualmente, a mis 29 años, está dando sus frutos.
51 visualizaciones