El Manuscrito
En la soledad de su estudio, Rómulo rasgó el sello que cubría el sobre y desplegó el pliego sobre la mesa. Titulaba en grandes letras escarlatas la sentencia al que traicionara la orden de confidencialidad de aquel códice.
Habían pasado seis días desde que el anciano maestro de ceremonias le entregara el pergamino a cambio de dinero. Recordó cómo al soltar el documento, los ojos del anciano brillaron con horror y llevando su mano hacia el cuello hizo el gesto de cortarse la cabeza, señalando la orden de no divulgar su contenido.
“Le insisto, usted no debe tener este escrito, no trate de traducirlo. Se lo advierto, su contenido es sólo para iniciados. Si insiste en descifrarlo corre serio peligro” dijo, mientras guardaba los billetes. “Yo cumplo con decírselo, ahora es responsabilidad suya”.
Rómulo caminó sin prisa entre el gentío de aquel día viernes por la tarde, apretando el legajo en el bolsillo de su abrigo. No creía en supersticiones, por fin tenía lo que buscaba. Él no había expresado jamás un voto de silencio que lo obligara. Por eso estaba a salvo. Al menos eso creyó.
Al anciano lo encontraron muerto tres días después, al interior de su casa. Llevaba puesto su mandil de maestro. Según se apreciaba en la foto que publicó el periódico, el cuerpo estaba separado de la cabeza.
Rómulo volvió a echar una mirada a la noticia que tenía sobre el escritorio. Sintió lastima por el anciano.
Observó el polvoriento manuscrito y volvió a comprobar que el texto estaba en Arameo. En la primera página, coronaban el texto, filigranas doradas, en relieve, con la forma de una horrible gárgola con las alas desplegadas, mostrando la lengua. Mantenía el brazo a la altura del cuello, haciendo el mismo gesto que hiciera el anciano cuando le entregó el manuscrito. Rómulo no pudo evitar estremecerse. Sintió que debía apresurarse, antes que aquel pedazo de papel se negara a entregar su contenido.
Se dirigió a la biblioteca llevando el original bajo el brazo, con el fin de encontrar alguna referencia que le permitiera traducir del Arameo. No tuvo el valor de mostrárselo a nadie. Consiguió algunos libros y volvió a su escritorio. Puso otra vez el texto sobre la mesa y notó que la gárgola se veía algo diferente. Pensó que sería efecto de la luz, y se avocó a la traducción.
Así, estuvo tres días dedicado exclusivamente a desentrañar el contenido de aquel misterioso mensaje cifrado. La copia, de la copia, de la copia, que por tres mil años había ido de mano en mano, sólo entre iniciados.
Cuando ya se acercaba al final, la fatiga y el sueño lo vencieron.
Al despertar, no sentía sus extremidades y tenía la sensación de estar tendido debajo de la silla, en un rincón del cuarto. No podía ver sus piernas. El manuscrito también estaba en el suelo y sobre el papel, la imagen dorada de la gárgola lo miraba, sosteniendo entre los brazos su cuerpo sin cabeza.
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