Hoy conocemos la Primera Guerra Mundial como una guerra intencionada, deseada por todos, y que no sirvió para nada (claramente hubo cambios, pero no se vieron hasta más tarde).
El anuncio de la guerra apareció a finales de verano, todos se reunieron en las plazas de los ayuntamientos a observar con ansias un papel que decía “¡Ya ha llegado!”. La gente vitoreaba y exclamaba a gritos “¡Viva la guerra! Nadie sabía lo que era la Guerra, hasta que la vivieron. Todos querían formar parte de alguna columna (militar) y se alistaban. Algunos por patriotismo, otros en busca de aventuras y algunos para no ser mal vistos por los otros dos. Filas y filas de voluntarios. Pobres ingenuos. Miles de hombres hacían cola en el Hospital Militar para poder formar parte del ejército. Los médicos militares les inspeccionaban, sí, pero con gran benevolencia, es decir, que aceptaban a todos (incluso a los más debiluchos).
Los militares de Academia (los que habían estudiado una carrera militar) conocían la teoría, pero la practica no. Los que habían vivido y participado en la guerra franco-prusiana (1870) sí que conocían la verdad de la guerra, pero en 1914, pero nadie los consultó. Los novatos generales de esta nueva guerra que ahora debían prepararse con de tácticas, pero lo hicieron a tientas, sin saber muy bien cómo organizarse. Se puede decir, que las primeras medidas que se llevaron a cabo fueron: buscar un terreno cercano al enemigo y empezar a cavar trincheras. Una gran táctica.
La Primera Guerra Mundial tuvo tres fases morales: la primera, el entusiasmo, nadie quería perderse ese espectáculo; la segunda, la realidad, momento en el que se dieron cuenta de lo que era la guerra; y, por último, la decepción, el único fin era sobrevivir o morir.
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